En perfecta sintonía con lo que yo llamo "mi propia línea de pensamiento", uno se encuentra a veces con que esa "línea propia de pensamiento" es algo que otros muchos ya han pensado antes, aunque a mí nunca se me había ocurrido; y sucede también que hay, entre esos otros, quienes, con su claridad de mente y su dominio de la expresión escrita, merecen sobradamente nuestra atención.
Entre ellos se encuentra Ignacio Sánchez Cuenca, a quien yo sitúo en uno de los lugares de honor reservados a quienes piensan por sí mismos y saben expresar a los demás sus pensamientos. Él se expresa mucho mejor de lo que yo podrío hacerlo; así que os dejo a continuación una de sus reflexiones:
"El economista rey
Los economistas están tan
convencidos de la bondad de sus modelos que nunca valoran la pérdida de
autogobierno democrático que supone la implantación de sus recetas
institucionales
En la famosa obra de Ibsen, Un enemigo del pueblo,
el doctor Stockmann descubre que las aguas del balneario del que depende
económicamente el pueblo en el que reside están infectadas. Su obligación como
médico es hacérselo saber a todo el mundo, aun si ello implica poner en riesgo
la fuente de la prosperidad de la que disfrutan sus habitantes. Las autoridades
y los poderosos consiguen, sin embargo, tapar la verdad, con el apoyo de una
muchedumbre enfervorecida que sucumbe a la demagogia. Se trata de un conflicto
entre la verdad científica y los intereses políticos y económicos de la
comunidad. La tesis de Ibsen es que la democracia no es siempre compatible con
la verdad.
La tensión entre ambas, entre democracia y verdad, es
aún más profunda cuando alguien llega al convencimiento de contar con la
solución para conseguir un orden político armonioso y estable para el Estado (o
para la polis, la república, el imperio o cualquier otro cuerpo político).
Supongamos que frente a las ideas confusas y desatinadas de los propios
ciudadanos, algunas personas de excepcional agudeza intelectual acceden a un
conocimiento verdadero sobre el gobierno de los asuntos humanos. ¿Qué sentido
tendría entonces que el destino del Estado se dejara en manos de la gente común
y no en manos del criterio de los sabios?
Este tipo de razonamiento está en la base del desdén
hacia la democracia que han sentido tantos filósofos a lo largo de la historia,
de Sócrates a Heidegger. Para estos pensadores, nada garantiza que una decisión
colectiva basada en la agregación de las preferencias de los ciudadanos sea la
forma más adecuada de resolver los asuntos públicos. Si alguien tiene un
conocimiento superior sobre lo que resulta conveniente para la república, ¿cómo
no darle el poder para que sea él quien tome las decisiones?
Por fortuna, el sueño del filósofo rey platónico no es
una amenaza demasiado seria, entre otras razones porque los filósofos pasan más
tiempo del debido en el mundo supralunar y sus ideas son demasiado abstractas y
generales para servir de guía en la vida política. La propia naturaleza
especulativa del conocimiento filosófico impide su traslación inmediata y
efectiva al orden práctico. En este sentido, la visión de un Estado regido por filósofos
resulta más risible que siniestra.
Sucede, no obstante, que no son sólo los filósofos
quienes reclaman un saber privilegiado o superior acerca del gobierno de los
asuntos humanos. Desde hace dos siglos, los economistas creen estar en posesión
de una ciencia sobre el bienestar social y sobre la forma más eficiente de
resolver los problemas de distribución de los recursos que aquejan a toda
colectividad humana. A diferencia de los filósofos, los economistas están más
orientados a la intervención social y su saber técnico puede ser utilizado
fácilmente en la toma colectiva de decisiones. De ahí que haya cierta base para
afirmar que los economistas han acabado desempeñando el papel que Platón
reservaba a los filósofos. Los economistas creen que las conclusiones que se
siguen de las teorías científicas que manejan deberían llevarse a término con
independencia de lo que puedan decidir los ciudadanos o sus representantes.
Las pretensiones de los economistas se refuerzan con
algunas de las teorías que ellos mismos han elaborado sobre el funcionamiento
de la política. Los políticos que aparecen en sus modelos matemáticos son siempre
cortoplacistas, buscan sobre todo obtener rentas del ejercicio del poder y, con
tal de seguir ganando elecciones, están dispuestos a endeudar excesivamente al
Estado y a manipular la inflación para generar así la apariencia de que
consiguen un mayor crecimiento económico. Los ciudadanos, con opiniones poco
formadas sobre estos asuntos técnicos y con un bajo interés por la política, no
piden cuentas por las decisiones sub-óptimas que toman sus representantes. Por
si todo esto no fuera suficiente, los modelos económicos de la política indican
que todas las reglas electorales son manipulables, que los procedimientos de
agregación de preferencias son todos imperfectos y que los resultados de una
votación pueden ser incoherentes.
No es de extrañar entonces que los economistas,
desengañados del sistema representativo, consideren que deben emprenderse
reformas institucionales que garanticen que las soluciones de la ciencia
económica sean las que se lleven a cabo, pasando por encima de la voluntad
popular. Así, los economistas han llegado a la conclusión de que la mejor
manera de dirigir la política monetaria consiste en quitársela a los
representantes democráticos y dársela al gobernador de un banco central
independiente. Puesto que el gobernador no está sometido a presiones
electorales, no cometerá los errores de los políticos. Asimismo, para evitar
déficits excesivos y altos niveles de endeudamiento, nada mejor que recortar la
discrecionalidad de los políticos estableciendo reglas constitucionales de
limitación del déficit. En la misma línea, han promovido reformas de mercado en
todos los ámbitos ante el temor de intervenciones contraproducentes por parte
del poder político, siendo la desregulación de las transacciones financieras la
medida que mayor impacto ha tenido en la forma de capitalismo que padecemos en
nuestra época.
Sorprendentemente, los políticos no han puesto
demasiadas resistencias a todos estos cambios que vacían sus funciones; tal es
el poder de las ideas económicas en nuestro tiempo. Además, los economistas han
tenido la inteligencia de no aspirar a ejercer ellos mismos el gobierno. Se
contentan con influir decisivamente sobre los políticos. Esto tiene para ellos
la ventaja añadida de que cuando sus recomendaciones salen mal, el pueblo la
emprende con los políticos y no con los autores intelectuales de las
propuestas.
Como todas las ensoñaciones aristocráticas, esta de
los economistas también ha acabado saliendo mal. La crisis económica se ha
llevado por delante las teorías científicas que sirvieron de fundamento a la
desregulación financiera. Y las reformas institucionales que se promovieron en
nombre del saber económico son las que impiden hoy a los políticos sacarnos del
agujero en el que nos encontramos. Puede que el Banco Central Europeo no esté
sometido a presiones electorales, pero el problema fundamental es que no rinde
cuentas a nadie por sus decisiones. Y son esas decisiones las que están hundiendo
no sólo a los países del sur, sino al propio proyecto de integración europea,
que cada vez tiene menos atractivo a ojos de la ciudadanía. ¿Cómo puede ser que
el actor clave en la actual recesión pueda actuar impunemente, sin pagar por
las consecuencias de sus actos? ¿Y cómo puede ser que cuando se necesitan
políticas que estimulen el crecimiento nos encontremos con que los gobiernos
aceptan atarse las manos aprobando reglas institucionales que impiden realizar
políticas expansivas?
Los economistas están tan convencidos de la bondad de
sus modelos que nunca valoran la pérdida de autogobierno democrático que supone
la implantación de sus recetas institucionales. Al fin y al cabo, deben pensar,
ellos tienen la solución científica a los problemas. ¿Por qué lo que piense
gente ignorante, sin formación técnica, debería ser un freno a la hora de
resolver los problemas según los dictados de la teoría? En este conflicto entre
verdad y democracia, la democracia debe retirarse a un discreto segundo plano.
La experiencia de la crisis tendría que hacernos
reconsiderar hasta qué punto los economistas están realmente en posesión de la
verdad. A la vista del mal funcionamiento de sus modelos, no parece lógico que
las políticas económicas queden blindadas frente a los poderes representativos.
La alternativa, por descontado, no consiste en que las decisiones económicas se
resuelvan mediante referéndum popular o encuesta. Evidentemente, el
conocimiento técnico de los economistas sigue resultando imprescindible, aunque
sin perder de vista que es sólo aproximado y que, por tanto, puede fallar. Por
eso mismo, no debería estar en ningún caso por encima de decisiones colectivas
tomadas democráticamente.
El gobierno de los expertos está condenado al fracaso.
La razón última es que no está claro qué cuenta como verdad en los asuntos
humanos. De momento, no se ha inventado nada mejor que un gobierno limitado
elegido por el pueblo."
Enrique de Tomás
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